05Abr
2013
Escrito a las 4:29 pm

 

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Warren Buffet, multimillonario antes y después del estallido de Wall Street en 2008, lo dijo muy gráficamente: “Sólo cuando baja la marea se sabe quién nadaba desnudo”. La crisis ha desnudado a muchos líderes. De hecho, en muchos casos les ha dejado sin liderazgo al socavar la fuente económica de su poder. La fuerza de las olas ha hecho jirones unos ropajes tejidos con hilos de escasa calidad moral, diseñados para lucir en la pasarela, no para durar en el mercado de los hechos, extremadamente finos para evitar el peso de la conciencia e insuficientes para arroparse en la tormenta.

Aún húmeda, en la arena oculta durante muchos años de marea alta afloran ahora las miserias de un tiempo que no fue mejor, sino horrorosamente peor en términos de valores y conductas. Mezclada con el agua sucia y los restos de una fiesta que se ha prolongado durante casi dos décadas, la arena se ha transformado en lodo. Hundidos hasta la rodilla, ricos y pobres (y entre ellos una inmensa clase media cuya prosperidad está seriamente amenazada) luchan por avanzar hacia tierra firme, huérfanos de líderes que les indiquen el mejor camino hacia un futuro que pueda ser considerado como tal.

Sí hay que buscar e identificar a los culpables de esta debacle, pero no tanto para que sean castigados con el desprestigio como para aislar las causas y actuar sobre ellas. Y éstas se encuentran mucho más lejos y más cerca al mismo tiempo que la abundancia de liquidez, la errónea calibración del riesgo y, como consecuencia de las dos anteriores, el excesivo apalancamiento de economías públicas y privadas. Tan lejos porque siempre resulta mucho más fácil apuntar a causas exógenas que admitir las endógenas. Y tan cerca porque el relajamiento de los valores que facilitó determinadas conductas requiere un sincero análisis de conciencia por parte de cada individuo, una revisión introspectiva para determinar nuestro grado de culpa, ya sea por acción o por omisión.

Durante los años de la “exuberancia irracional” el sistema económico creó jefes pensando que formaba líderes. Las escuelas de negocio no se libran de su cuota de responsabilidad en el  desenfoque general que proyectó una arcadia feliz exenta de riesgos. Aún recuerdo cómo abordaba un reconocido instituto europeo la asignatura de reputación en un curso general de estrategia empresarial: “Cómo defenderse del ataque de las ONG”.

La actitud de las grandes escuelas era un reflejo de la que se apreciaba en las escuelas para pequeños, donde prevaleció, y me temo que prevalece aún, la enseñanza de habilidades en detrimento de la formación en valores. Enseñar no es lo mismo que formar. Ligeros de equipaje, más preparados para el sprint que para una carrera de fondo, jóvenes y adultos emprendieron el camino estimulados por la promesa del éxito fácil. Un estado de gracia que se definía más por parámetros económicos que por referencias conductuales.

De esta fase depresiva tendrá que salir un nuevo tipo de líder cuya cualidad más destacada sea la coherencia. Un nuevo liderazgo al que se acceda por la fuerza de los hechos, por las formas y por el fondo, por su cimentación en los valores universales, por su contribución al fortalecimiento de ellos y por la capacidad de predicar con el ejemplo.

El sustantivo “coherencia” procede del latín: “cohaerentia”. Es la suma de “co-” (conjuntamente), la raíz del verbo “haerere” (estar unido) y el sufijo “-entia”(cualidad de un agente). En la lengua española el vocablo significa “conexión, relación o unión de unas cosas con otras”; y también “actitud lógica y consecuente con una posición anterior”. A estas dos acepciones se une una tercera en el campo de la física: “cohesión”.

El líder coherente es aquel que hace lo que ha dicho y, dada la contribución de los procesos de comunicación a la creación de confianza, dice lo que va a hacer. La coherencia no sólo es una consecuencia de los hechos y las palabras, sino también de la relación causal entre principios éticos y conductas. Para alcanzar este liderazgo habrá de ejercer como guía, trascendiendo el estado de jefatura, y promover la cohesión entre personalidades, capacidades y expectativas de distinto origen. Y todo ello deberá hacerlo, mostrarlo y demostrarlo a lo largo del tiempo, de tal forma que la coherencia sea una actitud consistente.

El frío de este tiempo de ventisca solo puede ser combatido con un nuevo ropaje moral. Una vestimenta que no servirá para tapar las vergüenzas porque estará tejida con las sedas de la verdad y la transparencia. Así, cuando la marea baje de nuevo, la desnudez volverá a ser bella.

 

Artículo publicado en el número de marzo de la revista de APD

3 comentarios

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Eduardo Litrán
10.04.2013 a las 16:17 Enlace Permanente

Me tomo la libertad de tuterate, José Manuel.
Tu post es una verdadera lección; creo en ello, en todo lo que escribes, a pies juntillas, pero… Pero.

Pero, ¿no es esta pena económica, este naufragio en valores una nítida manifestación de la condición humana? ¿Tiene sentido un líder coherente ante la masa incoherente?

Hace ya bastantes años, leyendo los Cuentos de Canterbury, de G. Chaucer, me impresionó en uno de sus fragmentos su crítica feroz a esa naturaleza veleta, cambiante, que tenemos como sociedad. Vamos, lo de sólo acordarse de santa Bárbara cuando truena. Ya en el siglo XIV estábamos así. Es como si, con la marea alta, no nos acordáramos de que un día antes nos quedamos desnudos.

Quisiera pensar que estamos evolucionando, pero a veces nos lo ponen tan difícil.

Gracias, en cualquier caso, por tu reflexión.

Saludos

Eduardo Litrán

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JMV
11.04.2013 a las 09:28 Enlace Permanente

Así es la naturaleza humana, egoísta y solidaria al mismo tiempo, es decir contradictoria. Hay que luchar para que el lado generoso gane al egoísta.

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Mga
30.04.2013 a las 13:10 Enlace Permanente

Gran alegato sobre la necesidad social de reconectar con la ética !!! El único camino con futuro!

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