No ha llovido tanto desde que Gabriel García Márquez afirmaba que “el periodismo es el mejor oficio del mundo” y, sin embargo, sería difícil hoy sostener tal aseveración. Incluso el orgullo que subyace en la querencia del Nobel colombiano está herido por la crisis 2.0 que padece el modelo de negocio de la prensa. No corren buenos tiempos para los profesionales de la información, a pesar de la revolución tecnológica que ha multiplicado las capacidades de comunicación y de la voracidad informativa de los consumidores. Pero el oficio habrá de sobrevivir al envite de las circunstancias porque alguien tendrá que seguir contando historias reales y analizando los hechos con ánimo de informar, formar y entretener.
El periodismo hunde sus raíces éticas en la búsqueda de la verdad, una obligación moral que, al igual que el oficio, atraviesa en la actualidad horas bajas. En la presentación del Anuario 2010 de la Asociación de Directivos de Comunicación (Dircom), el presidente de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, Marcelino Oreja, reivindicó con solemnidad “la recuperación de la verdad”.
“El relativismo -aseguró Marcelino Oreja– busca y necesita la mentira, la falsedad, para abrirse camino y desarrollarse. El adversario al que tenemos que hacer frente es transversal, evanescente, contagioso, con capacidad de penetrar en nosotros mismos. Por todo ello, atreverse a decir la verdad constituye no sólo un imperativo moral, sino también el mejor – yo diría que el único- antídoto que tenemos”.
En la “sociedad líquida” que el sociólogo Zygmunt Bauman retrata en sus libros, verdad se confunde a menudo con autenticidad. Los ciudadanos de los países desarrollados se engañan a sí mismos con sensaciones ‘auténticas’ que a menudo son meros flashbacks de historias ya vividas felizmente verdaderas. Son esos anuncios de caldo industrial que prometen los sabores de la abuela o la experiencia de surcar los rápidos del Orinoco en el parque de atracciones.
El periodismo no puede entender la verdad como un dogma, sino como la búsqueda permanente de la honestidad en la observación de la realidad. La proximidad a la verdad se alcanza mediante el rigor, la objetividad y el contraste de las fuentes informativas. Es decir, el ejercicio del periodismo requiere compromiso con la verdad propia y ajena. Cuando no se trata de opinar, los hechos deben ser analizados con distancia y relatados sin apasionamientos.
El lenguaje no es neutro
La labor de transcribir la realidad tampoco está exenta de riesgos. El vector entretenimiento se impone con frecuencia a las otras dos motivaciones del periodismo: informar y formar. El espectáculo es perseguido por emisores y receptores, en un matrimonio que valora más el sexo que la convivencia.
El lenguaje contribuye a esta perversión de los principios informativos. Porque al ser trivial, trivializa la realidad; al ser emocional, emociona pero no convence; al ser evanescente, se evapora y no deja huella.
Séneca subrayaba que “el lenguaje de la verdad debe ser, sin duda alguna, simple y sin artificios”. El lenguaje no es neutro, moldea los hechos y les confiere una pátina. La aceleración que han producido las nuevas tecnologías en el sector de la comunicación impulsa la economía del lenguaje. Los formatos son mayoritariamente cortos y audiovisuales. Millones de mensajes breves circulan diariamente por el espacio cibernético. Reinan los monosílabos, las contracciones y los acrónimos.
Los nuevos autores se retratan en blogs y comentarios a pie de noticia. Aparece un falso periodismo ciudadano que sitúa en plano de igualdad la crónica del profesional que cobra por su creación y la del espectador que paga por relatar lo que ve desde su ventaja. Todo periodismo es ciudadano, porque responde a los valores de la convivencia y facilita el derecho a la información y la libertad de expresión; pero no todo ciudadano es periodista.
Los dueños de la agenda
El tercer gran riesgo para el periodismo emana de la capacidad de los actores informativos para crear agenda. Los medios de comunicación han perdido cuota en el proceso de creación del catálogo de las cosas que interesan. No hay más que acudir a la disociación entre las noticias más vistas de los grandes de la w.w.w. y las que aparecen en los medios convencionales para comprobar el divorcio entre lo importante y lo interesante.
Los políticos han descubierto recientemente su enorme capacidad para marcar los tiempos de la información. Tal ha sido su sorpresa que incluso algunos no se conforman con establecer la agenda, sino que pretenden llenarla con sus anotaciones. Son las ruedas de prensa sin rueda, es decir sin preguntas, en los prolegómenos de lo que podría llegar a ser la rueda de prensa sin prensa. Otros actores de la realidad toman nota de esta facilidad de los políticos para contar su historia sin someterse al escrutinio de los periodistas y pueden verse tentados de imitar la práctica.
La mejor forma de recuperar el periodismo es devolvérselo a los periodistas. A ellos les corresponde gestionar la verdad de los hechos para ofrecérsela a sus lectores, oyentes y espectadores. A ellos les concierne tomar lo mejor del lenguaje para enriquecer el relato informativo. A ellos les interesa reivindicar los tres vectores del periodismo para evitar que el entretenimiento solape la noticia bajo un manto de frivolidad. A ellos les honra pertenecer a cabeceras que exhiben su marca cuál garantía de credibilidad. A ellos les interesa retomar la agenda informativa para evitar que el mundo sea sólo una versión de parte. A ellos les corresponde defender las lindes de un oficio que debe ser para el que lo ejerce “el mejor del mundo”.
Y a nosotros, los que nos dedicamos al oficio de la comunicación, nos toca ayudarles a recuperar la posición central que merecen en el proceso de transmisión de la historia. Al apoyarles estaremos ayudándonos a escribir mejor la historia de las organizaciones para las que comunicamos.
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