Es curioso comprobar que la perseverancia de la estupidez es una constante en las reflexiones que sobre la condición humana han realizado algunos de los más brillantes pensadores de nuestra historia. «Contra la estupidez hasta los dioses luchan en vano«, aseguraba el poeta y dramaturgo Johann Wolgang Goethe. «La estupidez insiste siempre«, decía Albert Camus, mientras que Albert Einstein abundaba en ella al afirmar que «hay dos cosas infinitas; el universo y la esupidez humana. Y del universo no estoy seguro«.
Goethe, Camus, Einstein y el común los mortales se hartarían hoy de tanta estupidez. La dosis de sandez a la que estamos sometidos es de tal calibre que el oficio de hacerse el tonto, de gran mérito social en otros tiempos, está en franco retroceso. Entre tanta estulticia, pasar por idiota no reportaría grandes beneficios porque sería como pretender vender agua al lado de una fuente pública.
La tontería, de uso intensivo y extensivo, es la hija natural de los tres rasgos psicosociales dominantes en este tiempo líquido que tan magistralmente ha descrito Zygmunt Bauman: la confusión, la prisa y el factor entretenimiento. Sea cual sea la combinación de los tres elementos entre sí, el resultado es desalentador para el ideario social.
La confusión es el fruto de la escasez de verdad. Hemos pasado de un sistema articulado de verdades absolutas e incuestionables, ya fueran de carácter terrenal o emanasen de la fe, a una interpretación individual y desordenada de los hechos que nos atañen. Existen tantos puntos de vista como observadores, con el agravante –o la atenuante en función del efecto que produzca su difusión– de que esas perspectivas tienen ahora la oportunidad de ser ampliamente compartidas a través de las redes de comunicación que la tecnología ha puesto en nuestras manos.
Felizmente, hemos abandonado el dogma para abrazar, fatalmente, la ausencia de certezas. El precio pagado por tan apresurado viaje es el deterioro de la confianza. Marcelino Oreja añadiría el relativismo, que deviene a su vez en la debilidad del compromiso social. En ausencia del mismo, la fragilidad de la confianza provoca que las referencias sean tan escasas como inconsistentes. Es más, la voz de aquellas personas que, por su experiencia o conocimiento, deberían marcar opinión se pierde entre tanto ruido.
A la confusión se suma la prisa. La pasión por la inmediatez nos empuja a vivir en un rabioso presente, nos invita a minusvalorar la vida que se vive en forma de recuerdos y, desde luego, consolida la dictadura del carpe diem sobre un futuro al que no merece la pena asomarse. El presente habita en la epidermis, una capa de piel muy extendida, pero poco profunda que recibe diariamente una dañina ración de mensajes inútiles, atractivos en las formas y vacíos en sus contenidos.
El tercer elemento es el factor entretenimiento. Vinculado al hedonismo que la crisis económica está sometiendo a una dolorosa cura de humildad, la búsqueda permanente de la diversión nos ha alejado del ejercicio de pensar, intensivo en el consumo de neuronas. Discurrir ha sido sustituido por contemplar, una actividad pasiva mucho menos exigente.
El entretenimiento necesita del espectáculo, una sensación que es perseguida por emisores y receptores, en un matrimonio que valora más el sexo que la convivencia. El lenguaje ahonda en el daño, porque, al ser trivial, trivializa la realidad; al ser emocional, emociona en vez de convencer; al ser evanescente, se evapora y no deja huella.
La suma de los tres elementos produce el mayor fenómeno de alquimia sociológica que seamos la capaces de imaginar: la ‘telebasura’, una sensación que se transmite a través del televisor (permítaseme la estupidez por obviedad), electrodoméstico también conocido como «la caja tonta». Si es que incluso hasta la memez tiene un sentido lógico. Un bien cultural, según Groucho Marx: «Encuentro la televisión muy educativa. De hecho, cada vez que alguien la enciende, me retiro a otra habitación y leo un libro«.
Aunque no hay mayor culmen que el libro Guiness de los records, un ejemplo de que «todos los cerebros del mundo son impotentes contra cualquier estupidez que esté de moda» (Jean de la Fontaine, escritor francés).
Ojalá que la avenida de la crisis nos libre de tanta tontería, ocurrencia, chorrada, simpleza o necedad. Afortunadamente el diccionario nos brinda aún munición abundante para combatir «el peligro de la ignorancia sincera y la estupidez concienzuda» (Martin Luther King).
Artículo publicado en el número de marzo de la revista de APD
Related Posts
Dejar un comentario