No hagáis nada porque sea justo, o loable, o noble; no hagáis nada porque os parezca bueno, haced tan sólo aquello que tengáis que hacer, y lo que no podríais hacer de ninguna otra manera”. Así habla el archimago Gavilán en la novela La costa más lejana. No es magia, es sabiduría.

El mundo anda inquieto. En su día las protestas dejaron la calle y se refugiaron en las redes. Hoy las quejas han saltado de las redes a las calles. Movimientos de distinta naturaleza no claman por un futuro distinto, sino simplemente por un futuro.

Si bien se pueden identificar algunos denominadores comunes, no sería justo ni riguroso meter a todos los alborotos y reclamaciones en el mismo saco. Nada tienen que ver las manifestaciones de Hong Kong, inspiradas por el temor a que “un único país, dos sistemas” se acabe convirtiendo en “un único país, un sistema”, con las de Cataluña, protagonizadas por grupos violentos que constituyen una minoría de la población y para los que la demanda de independencia es una excusa para expulsar su rabia quemando contenedores y enfrentándose a la policía. Ni tampoco las de Chile, provocadas por el descontento de la población ante la negativa evolución de la situación económica.

No obstante, se pueden extraer algunas motivaciones de carácter general para explicar la inquietud que buena parte del mundo muestra.

La primera es que el mundo se ha vuelto menos cierto. Hay menos certezas y es más difícil distinguir la verdad de la mentira. Ya lo decía el sociólogo Zygmunt Bauman en su obra Tiempos líquidos: “La única certeza de nuestro tiempo es la incertidumbre”. Es una certeza que Donald Trump, el hombre más poderoso de la Tierra, miente como un bellaco y, sin embargo, sigue conservando un alto nivel de apoyo entre los suyos, que saben que miente o, cuando menos, que exagera. A muchos seguidores (el término es ilustrativo per se) les resulta más cómodo aceptar una mentira o una exageración que cuestionarla, sobre todo cuando mostrar criterio implica salirse de la disciplina tribal.

La segunda es que por primera vez en varias generaciones en los países desarrollados el futuro se ve peor. Para muchas familias se ha quebrado la esperanza de que sus descendientes tengan una vida mejor. El capitalismo exacerbado, con el impulso de la última crisis, ha roto varios peldaños de la escalera social, ese mecanismo de esperanza que hace que las familias confíen en el sistema en beneficio de la siguiente generación, aunque no esté produciendo resultados positivos para ellas en el presente. El progreso parece haberse detenido para amplias capas de la población. Sin esperanza no hay futuro.

La tercera es que la globalización ha traído más miedos que esperanzas. De hecho, la conciencia de lo global convive con la consciencia urgente de lo local. El mundo se ha troceado, hay más países y algunas decenas de regiones que aspiran a serlo. Y pronto las grandes ciudades querrán tener estructuras de Estado porque en muchos casos ya son más Estado que muchos Estados por el volumen de recursos y de necesidades que gestionan. Quedan aún muchas fronteras y no son pocos los que se empeñan en construir nuevos muros.

Y la cuarta es que nos estamos comunicando más, pero no mejor. El ruido predomina sobre la tesis, el titular sobre el documento, la primera impresión sobre el análisis y la imagen sobre la conversación. Ya advertía el escritor Eduardo Galeano a sus lectores que vivimos en un mundo donde el funeral importa más que el muerto, la boda más que el amor y el físico más que el intelecto. Vivimos en la cultura del envase, que desprecia el contenido”. En la dictadura del contenedor importa más el inicio que el fin, porque, en palabras de Bauman, “la vida líquida es una sucesión de nuevos comienzos con breves e indoloros finales”.

Incertidumbre, ausencia de futuro, localismos, miedos e incomunicación ilustran el negativo de una fotografía que amenaza con hacer saltar por los aires los goznes del sistema democrático. Un grito subyacente recorre el mundo: “Sin prosperidad no hay libertad”.

¿Qué podemos hacer los comunicadores para darle la vuelta al negativo y contribuir a construir un espacio en el que predominen las certezas, el futuro sea una esperanza real, los localismos queden subyugados por el eclecticismo, las conversaciones sustituyan a los mensajes partidarios y la libertad carezca de sometimientos?

Nuestra respuesta a la primera causa de inquietud es inexcusable: proteger la verdad. Las palabras han de navegar amarradas a los hechos. Las opiniones son legítimas, pero deben ser presentadas como tales y el autor ha de estar identificado para que sus prejuicios puedan ser descontados por las audiencias. La verdad diluye incertidumbres y crea un entorno de confianza que facilita que florezcan nuevas certezas.

Proteger la verdad significa renunciar a la mentira propia y ajena. A los comunicadores nos toca ayudar a aquellos cuya misión es velar por la verdad. Debemos contribuir a que los periodistas recuperen la posición central que merecen en el proceso de transmisión de las historias que configuran la historia colectiva. Al apoyarles estaremos ayudándonos a escribir mejor la historia de las organizaciones para las que comunicamos.

La mejor forma de recuperar el periodismo es devolvérselo a los periodistas. A ellos les corresponde gestionar la verdad de los hechos para ofrecérsela a sus lectores, oyentes y espectadores. A ellos les concierne tomar lo mejor del lenguaje para enriquecer el relato informativo. A ellos les interesa reivindicar los tres vectores del periodismo para evitar que el entretenimiento solape la noticia bajo un manto de frivolidad. A ellos les honra pertenecer a cabeceras que exhiben su marca cuál garantía de credibilidad.  A ellos les interesa retomar la agenda informativa para evitar que el mundo sea sólo una versión de parte. A ellos les corresponde defender las lindes de un oficio que debe ser para el que lo ejerce “el mejor del mundo”, tal y como clamaba Gabriel García Márquez, primero periodista y luego escritor.

La respuesta a la segunda causa es abrir conversaciones sobre el futuro. El lenguaje crea realidad. Hablemos sobre el mundo que queremos construir y en el que las organizaciones son actores relevantes. Dejemos de mirar atrás, allí donde el diálogo se estructura en torno a los porqués y a las culpabilidades. El pasado debe ser observado como fuente de aprendizajes que actúan como combustible para recorrer nuevos caminos con la mirada puesta en un horizonte limpio.

La visión de las organizaciones es misión de los comunicadores. Crear futuros comunes es esencial para lograr la implicación de los grupos de interés, especialmente de los empleados. La existencia de un propósito corporativo facilita que los individuos alineen sus expectativas con la de la organización y caminen juntos hacia esa promesa de prosperidad.

La respuesta al tercer motivo de inquietud general es combatir los miedos que provoca la globalización. El primer requerimiento es renunciar al miedo como emoción movilizadora, tarea difícil cuando no pocos políticos apelan a él para generar adhesiones de corto alcance y quebradiza fidelidad. El miedo paraliza o provoca una reacción contra algo o alguien. Ni la parálisis ni la contrarreacción son adecuadas para construir escenarios de progreso porque invitan más a la huida que a la búsqueda.

La comunicación tiene que contribuir a abrir las mentes, de tal suerte que las oportunidades vayan por delante de los temores. Tenemos que desbordar y ayudar a desbordar la cámara de eco que protege nuestros prejuicios. Estar dispuesto a recibir otras opiniones requiere escuchar mejor. Hemos de aprender y enseñar a escuchar, a oír no solo las palabras, sino también las emociones que las empujan.

La tecnología nos puede ayudar mucho en esta tarea. El big data ha de convertirse en smart data, en una información valiosa para decodificar qué está ocurriendo en el entorno. El comunicador ha de actuar como un intérprete de tendencias, de tal suerte que invite a su organización a aprovechar el impulso que tales mareas proporcionan. Arrojar luz a partir del dato (hechos) es la mejor forma de combatir la oscuridad de los miedos a lo desconocido.

Y la cuarta respuesta nos recuerda que nuestra misión como profesionales con responsabilidad social no sólo es comunicar eficazmente, sino también enseñar a que otros se comuniquen, de tal forma que los procesos de diálogo contribuyan a la cohesión social. Tenemos que convertirnos en educadores de nuestro entorno, sobre todo para que otras funciones de la organización entiendan la misión de la comunicación y le otorguen el valor que le corresponde. La comunicación es primero una función y luego una habilidad.

Si las personas se comunican mejor, también se entenderán mejor y serán capaces de trenzar relaciones poderosas que disipen las inquietudes que se nutren a partir de las culpabilidades del pasado, las convulsiones del presente y las sombras del futuro.

No busquemos la salida, busquemos la luz.

Pero nosotros, los que tenemos poder sobre el mundo y sobre todos los hombres, nosotros hemos de aprender a hacer lo que la hoja y la ballena y el viento hacen por naturaleza. Hemos de aprender a mantener el Equilibrio. Somos inteligentes y no hemos de actuar en la ignorancia. Somos capaces de elegir, y no hemos de actuar sin responsabilidad«. Así se manifiesta el archimago Gavilán en la novela La costa más lejana. No es magia, es comunicación.

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