La crisis catalana ha puesto en evidencia que España, como país, como unidad económica y como pueblo soberano, necesita un nuevo relato. Realmente, más que uno nuevo, necesita uno. La ‘posverdadera‘ narrativa independentista se ha encontrado enfrente a una España cuyo relato es pobre, no genera implicación, está tejido con necesidades más que con visiones y no crea las expectativas necesarias para que todos encontremos en ella el final feliz que buscamos.
Frente a la arcadia feliz, aunque profundamente insolidaria, que ha dibujado el independentismo catalán, España solo cuenta la historia de una cierta recuperación tras el tsunami de la crisis económica. La única narrativa utilizada por el gobierno en los últimos años se basa en esa idea de la recuperación, que, sin embargo, no es percibida por una parte importante de la sociedad española, simplemente porque no la siente en sus bolsillos.
Para pensionistas, funcionarios y una gran mayoría de trabajadores «la recuperación» solo significa en el mejor de los casos haber recuperado lo que habían perdido. Además, en el camino se ha quedado una gran dosis de seguridad y confianza. De hecho, la crisis ha roto varios peldaños de la escalera social, ese mecanismo generador de oportunidades, pero sobre todo de esperanza, que permite a los padres pensar que sus hijos tendrán una vida mejor que la suya. La mayoría de los peldaños se sitúan en la zona intermedia, allí donde la clase media encuentra acomodo y actúa como red de seguridad para la franja con mayores ingresos y, al mismo tiempo, de red de escalada para los salarios más humildes.
España tuvo un relato muy estimulante con los gobiernos de la transición. Felipe González se amarró a la idea de Europa y la modernización del país. José María Aznar ejerció el personaje de administrador eficaz (se ha quedado anclado en el éxito de aquel personaje y su protagonismo) y firme aliado del eje atlántico. Y Mariano Rajoy se ha limitado a escribir la historia, aún breve, inconclusa y cargada de incertidumbres y miedos, de la recuperación económica.
Si la economía hubiese sido el argumento central del relato independentista, la novela no habría tenido el éxito -reconozcámoslo- que ha cosechado. Los recortes presupuestarios y la pésima gestión administrativa de la Generalitat han quedado solapados por «el procés», cuyo reparto de papeles también ha sido un ejercicio dramático notable, aunque intuyamos que ha sido más sobrevenido que realmente fruto de una estrategia.
«España nos roba» puede parecer una línea argumental de carácter económico, pero realmente trabaja en el territorio moral. Es el principal claim de una narración que tiene todos los componentes para seducir. Facilita argumentos a quién sufre la crisis en Cataluña, empuja la promesa de que el futuro será mejor sin el peaje (recuérdese en este punto la reivindicación para la eliminación de los peajes en las autopistas catalanas) de tener que pagar la factura de un país más grande y, en consecuencia, con necesidades de reequilibrio territorial, y proporciona fuerza moral para enfrentarse a la supuesta injusticia. Crea la ficción de un pueblo, caracterizado como Robin Hood, enfrentado al opresor, representado por la figura del sheriff de Nottingham, sin que nadie se pregunte si realmente Robin entregaba a los pobres el dinero que robaba a los ricos y condenando a la autoridad policial por el simple hecho de cumplir con sus obligaciones, entre las que se encuentra perseguir a los infractores de la ley. ¿Quién de nosotros elegiría el papel de sheriff en vez del de Robin Hood?
Al decantarse por una narrativa puramente económica, basada en las realidades y en las esperanzas de la recuperación, el Gobierno de España ha renunciado a las emociones que son imprescindibles para tejer una historia que cada español sienta la necesidad de compartir. Algunas de esas emociones afloraron en forma de manifestaciones, banderas y memes cuando el desafío independentista llegó a su clímax el pasado 27 de octubre y el Gobierno solicitó al Senado la aplicación del artículo 155 de la Constitución. La bandera volvió a ondear en cientos de miles de balcones, fruto de la necesidad de reivindicarse como nación ante la amenaza de la separación de una parte del Estado.
¿Qué es España?, ¿quién es España? y, sobre todo, ¿cómo sería la España que queremos dentro de diez o quince años? El relato debe partir de lo que somos y apuntar a lo que queremos ser. La clave es crear y compartir una visión de futuro en la que quepan todas las sensibilidades y, sobremanera, todas las esperanzas. ¿Qué fuerza política combatiría, por ejemplo, la visión de un país líder en turismo de calidad o en la lucha con el cambio climático? Desde luego, si lo hubiese tendría vocación de marginalidad.
Corea del Sur y su apuesta por la educación para modernizar el país, Singapur y su liderazgo entre los países más atractivos para hacer negocios, Finlandia y su posicionamiento en torno al apoderamiento de las mujeres, la neutralidad y centralidad de Suiza, Israel y su llamada a los innovadores para que acudan a la tierra prometida de la tecnología o incluso la Rusia imperialista de Putin son ejemplos de cómo una visión no solo puede modelar la percepción de un país, sino también transformarlo desde el interior.
No es una tarea fácil para éste o cualquier gobierno, porque las miserias del corto plazo se imponen con demasiada frecuencia a las grandezas de una mirada de largo alcance. Ni para los partidos políticos, cuyo ideario tiene la misma consistencia que los principios de Groucho Marx. Además de su capacidad de cambiar de principios, el humorista norteamericano sostenía que «la política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados».
Estoy convencido de que una mayoría de los españoles acertaríamos en el diagnóstico de qué le ocurre al relato de España, aunque también lo estoy de que sería difícil articular un consenso. Baste recordar la intervención de José Luis Rodríguez Zapatero en una sesión de control al Gobierno en el Senado en noviembre de 2004: «Si hay un concepto discutible y discutido en la teoría política y en la ciencia constitucional es precisamente el de nación«.
Por eso le corresponde al gobierno la responsabilidad de escribir el principio y el fin de la narración. El principio que arranca del diagnóstico y de las fortalezas que atesoramos como nación; y el fin, que debe contener el mayor número posible de conclusiones felices, tantos como personas se sientan protagonistas de esa misma historia. La trama ha de ser desarrollada por los actores españoles, quienes no son solo aquellos que tienen la nacionalidad, sino también los que residen o visitan el país y los que se relacionan en algún momento con él.
El relato se proyecta en la marca país, entendida como el contenedor de la visión, el posicionamiento y las experiencias de relación. También aquí se necesita el liderazgo del gobierno nacional, aunque la responsabilidad en la ejecución está mucho más distribuida entre los distintos agentes de la marca. Pero esa es otra historia, la que ahora realmente interesa escribir es la de un país cuyo alma ha sido narcotizada por los efluvios de países más chiquititos cuyos cuentos han sido bien imaginados y contados. Confiemos en que todos, el gobierno en primer lugar, hayamos aprendido la lección: no dejemos que otros cuentos sustituyan a la historia de España.
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