El libro que más nos importa a las personas es el libro de nuestra vida. Queremos que el escrito sobre nuestra existencia tenga, por encima de todo, un protagonista decoroso. Y ansiamos que la obra acumule muchas e interesantes páginas, las máximas posibles.
Por eso, mi recomendación es que cada cual escriba el libro de su vida. No es necesario que se ponga a escribir físicamente, sino que recopile mentalmente los episodios más importantes que configuran su narración personal hasta el día de hoy y, sobre todo, piense cómo quiere llenar las páginas que le quedan por delante.
En este ejercicio de retrospección y proyección cada uno de nosotros es el escritor, pero no el editor. Somos los dueños de lo que contamos, pero no de los derechos de lo que nuestras historias provocan en otros. De hecho, más allá del círculo de cariño, nuestro relato importará a los demás en la medida en que seamos capaces de transmitir aprendizajes. La responsabilidad de la edición corresponde a cada una de las personas que han leído o leerán la historia de nuestros actos. Y los lectores juzgarán si somos dignos del recuerdo o merecemos yacer en el baúl de los olvidos.
Nuestros actos se componen de pensamientos, conductas y hechos. No son pocos los escritores que optan por la línea de los hechos. Otros prefieren centrarse en los párrafos de cómo han logrado tales hechos, es decir, cómo se han comportado. Y a otros, tal vez los menos, les gustará hilvanar folios mediante ideas originales. Así, unas serán novelas autobiográficas (no es un oxímoron aunque lo pudiera parecer), otras se venderán como manuales y las últimas como ensayos.
La obra literaria de nuestra vida estará escrita con renglones rectos y con renglones torcidos. Nos gustan más los primeros que los segundos, sin embargo, los torcidos enseñan más. Aquel que se centre solo en los aciertos corre el riesgo de escribir el libro exclusivamente para él, para su íntima satisfacción. No es mala opción siempre que acepte que es probable que los lectores rebajen sustancialmente el alcance de sus éxitos y se distancien del autohalago. La autoestima es muy necesaria para cada uno de nosotros, pero hemos de ser conscientes de que roza constantemente con otros orgullos y, en consecuencia, debe ser mullida y aterciopelada para evitar que los roces se conviertan en rozaduras.
Lo primero que tenemos que hacer para escribir el libro de nuestra vida es buscar un título. Se trata de encontrar esa palabra o frase que exprese de forma sintética qué se va a encontrar el lector y que constituya una declaración de intenciones en sí misma. El título debe estar relacionado con el propósito que ha iluminado nuestra vida, que siempre existe por sencillo que sea. Hay personas que quieren salvar al mundo y otras se conforman con salvar a los que tiene más cerca. Las historias menos atractivas son aquellas que están protagonizadas por sujetos que son rehenes de su ego y solo quieren salvarse a sí mismos. En todos los casos, incluso en el del egocéntrico radical, existe un motivo, una fuerza que inspira las relaciones que se suceden a lo largo de nuestro relato. Es el ser que trasciende al estar y enfoca al personaje que encarnamos.
El principio contiene también el fin. Esa idea que se desgrana a lo largo de las páginas de nuestro devenir destilará la esencia de lo que somos y de lo que aún podemos ser. No podemos cambiar los capítulos ya escritos, aunque sí reinterpretarlos, pero sí podemos decir qué, para qué y para quién queremos escribir. Incluso tenemos la opción de elegir dónde queremos seguir escribiendo: en los márgenes del folio, a modo de notas que explican nuestros actos, o en cada una de las líneas que dan sentido a los párrafos y los capítulos de todo lo que nos queda por vivir y sentir.
El libro de nuestra vida está grabado en nuestra memoria y tiene la sana ambición de formar parte de retazos de las memorias de otros, especialmente de aquellos que aparecen en nuestras páginas. En el Día Internacional del Libro, festividad de San Jorge, es costumbre invitar a la lectura; yo me atrevo a incitar a la escritura para que las letras no sólo iluminen nuestro camino, sino todos los caminos que conducen a un libro colectivo con protagonistas decorosos.
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