19Ago
2019
Escrito a las 8:43 am
Mi primo Alberto Prieto Velasco, autor de la foto, dice que deben de tener mucho trabajo porque no son pocos aquellos que dejan flotar a su ego bajo una sábana de impostura.

Cuando me levanto por las mañanas y me miro por primera vez en el espejo habitualmente me veo menos feo de lo que soy (el cuerpo me pedía decir «más guapo de lo que soy», pero he preferido aplicar una dosis de humildad para controlar a mi yo interior). En ese instante pongo en marcha dos mecanismos cerebrales muy importantes: la autoconsciencia y la autoestima.

La capacidad de reconocerse a uno mismo o self mirror recognition es una función de autoconsciencia que solo poseen nueve especies animales, entre ellas, el homo sapiens sapiens. Visto de esta forma no hay mucho espacio para el ego cuando piensas que estás en el mismo nivel cerebral que un chimpancé, un bonobo, un delfín de nariz de botella, un elefante, un gorila, una orca, una urraca o un orangután.

Sin embargo, la autoestima hace que el espejo nos devuelva un mensaje esperanzador: «Realmente no eres tan feo o tan fea». Incluso en mi caso acudo a una cita de la película de Disney «La bella y la bestia» para reconfortarme: «La belleza está en el interior».

El aprecio propio tiene el mismo efecto que la comunicación corporativa: ve lo mejor de cada cual. De hecho, si no sufrimos problemas psicológicos, cuando nos miramos nos vemos un poco mejor de lo que somos. Ese ligero sobrepeso del yo es una reserva de capacidad necesaria para enfrentarnos a las dificultades que depara el día a día, porque es rara la jornada que no te encuentras a un ego sobreexcitado, a un propagador de desgracias o a un envidioso proyectante. Un déficit de autoestima puede convertirse en un problema si no se ataja a tiempo.

En contraste, ese primer vistazo al yo exterior puede despertar al yo interior y obligar al cerebro a segregar una dosis de narcisismo. Todos conocemos a personas que se miran por la mañana al espejo y ven al mismísimo George Clooney. Es más, su enamoramiento consigo mismo es tal que cuando salen a la calle creen que la gente les mira por su enorme atractivo. La pena es que tales personalidades son expansivas, de tal (mala) suerte que le colocan sus hazañas al primer despistado o excesivamente cortés que se cruce en su camino.

Para Sigmund Freud el ego es «la representación de la realidad y la razón«. El padre del psicoanálisis diferenciaba entre «el ello», «el yo» y «el superyó», instancias psíquicas que deben estar en equilibrio. Una persona cabal es aquella que es capaz de arbitrar entre el instinto animal, la dimensión social de la persona y las reglas morales que rigen sus relaciones.

En su lado positivo, el yo proyecta sueños, ambiciones y metas, mientras que en el negativo expresa frustraciones y complejos. Es una combinación entre realidad y fantasía que nos permite situarnos por encima de los demás o, cuando menos, no dejarnos aplastar por egos invasivos. Un colega de profesión me comentaba recientemente que ha llegado a la conclusión (admite que «poco científica») de que las relaciones personales se mueven básicamente por el principio psicológico de «quién queda por encima de quién».

Dado que nuestras relaciones pueden ser entendidas como una lucha de egos, el inicio en la gestión de nuestra imagen se encuentra en el control de nuestro propio yo. La primera capacidad que hemos de desarrollar es cómo tener a nuestro ego enjaulado; la segunda es cómo ampliarle la jaula.

Al servicio de este doble objetivo he reunido los siguientes consejos:

1.Ríete de ti mismo. Reírse de los demás es un síntoma de que tu yo circula crecido. Hay que reírse mucho con los demás, no de los demás, y un poco de ti mismo. El humor provoca que la mirada depure las tensiones que provoca la necesidad de reconocimiento. Deja que la ironía juegue con tu ego.

2. Escucha más y habla menos. Serás más sabio cuanto más y mejor escuches. Atender a los demás, escuchar sus palabras y sus emociones es una fantástica manera de limitar el espacio de esa voz interior que te proporciona respuestas para casi todo.

3. Introduce la humildad en tu lenguaje. El principio esencial del coaching ontológico, cuyo principal referente es Rafael Echeverría, sostiene que «el lenguaje crea realidad». Si introduces la humildad en tus palabras acabarás contagiando a tu ser. Incluso la humildad impostada es menos dañina que la ausencia de modestia.

4. No hables de lo que fuiste, sino de lo que te gustaría ser. Comparte sueños, objetivos y destierra el «yo fui». Si fuiste ya no eres, lo cual no implica que no te reconozcan tus méritos. Deja que los que demás te atribuyan los logros ya pasados. Al compartir tus deseos, esperanzas y objetivos estás dando a los demás la oportunidad de contribuir a ellos. Tu pasado interesa muy poco a los otros, salvo que puedan aprender algo de él.

5. Minimiza tus conocimientos. Es posible que seas un experto en algo, pero no lo muestres, demuéstralo con tus competencias técnicas. Piensa que cuando formes parte de un grupo grande siempre habrá alguien que sepa más que tú, lo haya realmente o no. El deseo de aprender es una expresión de humildad y de ambición (en forma de desarrollo personal) al mismo tiempo. Recuerda que el conocimiento es una herramienta, no un fin.

6. Busca los aprendizajes. Si cuentas tus historias como aprendizajes podrán interesar a la audiencia. Y aprende de los que aprenden. La jactancia es un sabelotodo que derrapa con facilidad en las curvas del conocimiento.

7. Cásate con tu vanidad cuando pongas la cabeza en la almohada y divórciate de ella cuando te despiertes. No es mala práctica reflexionar sobre las cosas que has hecho bien cuando termina la jornada. Ahora bien, esa concesión a la vanagloria debe desaparecer en cuanto te despiertes. Vuelve a hilvanar tu relato con los episodios del nuevo día.

8. Celebra tus victorias morales. Recréate internamente en aquellos lances en los que hayas actuado como debías. Deja que tu ego repose sobre el esfuerzo realizado para sobreponerte a un deseo que rodeaba los límites de tu ética. Dale espacio a la voz de tu conciencia.

9. Elige a tus Pepito Grillo. Pide feedback a aquellas personas cuyo criterio te ayuda a construir tu persona. Es clave que identifiques a los mentores y coaches que pueden aconsejarte y acompañarte, respectivamente. No te enfades cuando te digan lo que no has hecho bien. Su opinión es un regalo.

10. Alégrate de los éxitos ajenos. La envidia es compañera habitual del egocentrismo. Cuando reconoces a otras personas estás siendo generoso y creando un estímulo que, cual boomerang, volverá a ti.

11. Reconoce tus límites. Aunque el discurso social triunfante nos susurra que no hay imposibles lo cierto es que sí los hay. Cuanto antes los reconozcas antes reducirás los niveles de frustración ante las imposibilidades que se manifiesten en tu vida. Por ejemplo, soy montañero, pero tengo que reconocer que las montañas por encima de 6.000 metros no están a mi alcance. Este reconocimiento me duele porque me recuerda mis limitaciones, entre otras mi edad, pero también me reconcilia con la realidad. Puedo entrenarme para elevar mis límites, pero no para superarlos. Cuando se topa con la realidad el ego tiende a huir.

Si aplicas estos consejos cuando te mires al espejo por las mañanas verás a una bella persona, un yo en equilibrio. Y, lo que es más importante, cuando salgas a la calle los demás reconocerán a la persona que eres. Autenticidad.

Nota: Tal vez el lector se pregunte por qué once consejos y no diez, siendo el decálogo un formato más redondo. La respuesta es sencilla: no quiero que este artículo tenga la más mínima dosis de soberbia intelectual y once es un número menos grandilocuente que diez.

4 comentarios

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Joan Gallego Fernandez
22.08.2019 a las 10:41 Enlace Permanente

Reflexiones muy interesantes

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Juan Ramón Plana
23.08.2019 a las 17:48 Enlace Permanente

Genial , quizá añadiría : «se amable» pero solo para seguir con lo de la humildad 🙂

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jmvelasco
18.09.2019 a las 15:59 Enlace Permanente

Te compro la amabilidad, querido Juan Ramón.

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jmvelasco
18.09.2019 a las 15:59 Enlace Permanente

Muchas gracias.

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