24Ene
2012
Escrito a las 10:59 am

En términos médicos, el vértigo es una sensación rotatoria de falta de estabilidad o de desconocer cuál es la ubicación en el espacio, que suele ir acompañada de otra sintomatología y que, sobre todo, impide el movimiento de una persona en línea recta. La causa de vértigo más habitual es una afección del laberinto, un órgano situado en el oído interno que es responsable del equilibrio, aunque también puede deberse a un mal funcionamiento del nervio craneal, aquél que lleva la información desde el oído al cerebro.

A caballo entre la medicina interna y la psicología, los facultativos distinguen dos clases de vértigo: el miedo a las alturas y la atracción al vacío. El primero es una consecuencia del temor a que el vacío te atrape en su inmensidad; el segundo, un deseo casi irrefrenable de flotar en él. Este segundo tipo está muy relacionado con los sueños, sobre todo con aquellos que se tienen en los primeros años de vida. La atracción al vacío suele manifestarse en personas muy creativas, con un gran deseo de aprender y, como parece lógico, con una tendencia a la aventura que tiene su origen en la inquietud por ampliar conocimientos y horizontes.

Al descubrir que nuestras mentes guardan recuerdos y emociones en el subconsciente, Sigmund Freud transformó la forma en la que se estudiaba la mente humana. En ‘La interpretación de los sueños’ sostiene que el ser humano ha sufrido tres grandes humillaciones a lo largo de su milenaria existencia: el descubrimiento de Galileo de que no somos el centro del universo; el hallazgo de Darwin de que somos fruto de la evolución y que, en consecuencia, no estamos en la corona de la creación; y su propia revelación de que no controlamos nuestra mente. Tres grandes humillaciones al ego humano.

Los tres descubrimientos provocaron en enorme vértigo colectivo en su momento, si bien hoy las teorías que los soportan están asumidas con la naturalidad de las cosas ya sabidas. Freud se hubiera sentido fascinado por las nuevas tecnologías, especialmente por las capacidades de almacenamiento e intercambio de información. De hecho, la memoria digital hace menos necesario el uso de la memoria orgánica; estamos sustituyendo impulsos nerviosos por pulsos electromagnéticos, hasta el punto de que el cerebro humano podría haber iniciado una nueva evolución: la acumulación de datos cederá paso a la capacidad para buscar y seleccionar la información necesaria en cada momento.

Es posible que el genial pensador austriaco hubiese sentido un vacío en el estómago al percibir el grandioso avance que propician los sistemas de información, la innovación más poderosa y transformadora del siglo XX. Su curiosidad le llevaría a ensayar la teoría de que la humanidad podría hallarse ante una cuarta humillación: el descubrimiento de que las máquinas pueden pensar.

En cualquier caso, el avance que ha propiciado la fusión de las telecomunicaciones y la informática, alumbrando la nueva era de los sistemas de información, es tan desafiante que produce un cierto vértigo. En unos casos, esta sensación incómoda se expresa con el rechazo a la adaptación; en otros, con un deseo de arrojarse al vacío y dejarse llevar por las posibilidades de la tecnología. Cual tratamiento médico, la cura del vértigo a las innovaciones requiere asimilación de conocimientos, experimentación y sistematización de las enseñanzas.

La innovación es el nuevo mantra de los gestores empresariales en una sociedad acelerada por las innovaciones. Sin embargo, los cambios más profundos no son tecnológicos, sino que se registran en los hábitos de comportamiento. La parte más notoria de estas transformaciones se aprecia en el proceso que convierte a los humanos en seres sociales: la comunicación.

La combinación del deseo de avanzar con la capacidad para proyectar los avances ha convertido a la innovación en uno de los factores más valorados de la reputación de una organización, muy especialmente en el ámbito de la empresa. Los gestores pueden llegar a sentir el vértigo de un futuro que cotiza en el presente, pero que es incierto por definición.
Más allá de las prisas provocadas por la aceleración de los tiempos, la reputación de una empresa tiene tres componentes básicos: lo que ha sido, lo que es y lo que será, es decir, cuál es la historia que la traído hasta el presente, cómo se desempeña en él y qué expectativas futuras despierta en los grupos con los que se relaciona. Pasado, presente y futuro o, dicho de otra forma, historia, percepción e innovación.

En aplicación de este esquema básico, la reputación se dibuja como una pirámide invertida en cuya cúspide inferior se sitúa la innovación. La parte más ancha de la figura está formada por la historia y, en su cuerpo central, la gestión en tiempo presente. Sin embargo, en la medida en que la innovación alimenta las expectativas de desarrollo, su vértice es el más inestable, ya que sus puntos de apoyo (las certezas) son racionalmente escasos.

En consecuencia, una buena reputación habrá de estar cargada de buenas expectativas, apoyadas, a su vez, en las positivas percepciones que producen las trayectorias exitosas y las cosas bien hechas. Una organización que haya demostrado su capacidad de adaptación a los tiempos y sus desafíos y que encare el futuro a partir de las fortalezas de su presente acumulará razones y emociones suficientes para incrementar su reputación.

La innovación requiere análisis, método, recursos y grandes dosis de creatividad. En la era digital, a estos requerimientos hay que sumar necesariamente la comunicación, entendida como el diálogo entre lo que es posible y lo que es realmente necesario. Las empresas generan intangibles a partir de los tangibles. Y no hay mayor intangible que la habilidad de una organización para dialogar consiga misma en el consciente y soñar sin fronteras desde el subconsciente.

“Cuando quieres algo, todo el universo conspira para que realices tu deseo”, sostiene el escritor Paulo Coelho. La innovación es una conspiración forjada entre los deseos y los sueños. El vértigo no está en el vacío, sino en el miedo a volar.

 

Publicado como prólogo del libro «Innovación y Reputación», publicado por Llorente & Cuenca

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