01Sep
2009
Escrito a las 12:00 am

Lucas Grijander, todo un carácter del imaginario televisivo que en los años 90 cruzó de noche, con alevosía pero sin premeditación, el Mississippi del periodismo para no regresar jamás, diría que “una rueda de prensa sin preguntas es como un cocido sin garbanzos” o, si acudiese a una fórmula más sofisticada, “como una película de Almodóvar sin un gay atormentado por una infancia de rechazo paterno, criado a los pechos de una drag queen, que se enamora de un drogadicto ex convicto con un corazón más grande que el de Carmen Sevilla, cuyo retrato preside la habitación de una clínica de desintoxicación para adictos al sexo que visita con asiduidad la hermana policía del protagonista”.

Interpretado por el ingenioso Florentino Fernández, Grijander  también fue en cierto sentido el homo antecessor  de todo un linaje de supuestos reporteros caracterizados por el sinsentido inodoro, que no inocuo, de entrevistas estúpidas destinadas a consumir el tiempo de programación.  Eran los tiempos de un tipo de televisión, privada en su capital pero más pública que nunca en su destape, que a fuerza de apostar por el factor entretenimiento se desentendió de la formación y la información. De hecho, aquellas factorías de distracción dejaban espacios a los informativos en sus parrillas porque nunca se atrevieron a eliminarlos desde el principio; tal decisión les hubiese alejado mucho del modelo que querían derrotar para repartirse el botín de la audiencia: la Primera de TVE.

En apenas dos décadas la televisión ha dilapidado un capital enorme e irrecuperable:  su capacidad de prescripción. Esta virtud, sobre la que descansa el auténtico poder de los medios de comunicación,  pervive en las reservas de la radio y de la prensa escrita, aunque acosada por el insaciable factor entrentenimiento, ninguneada por las más insólitas promociones y amenazada por la crisis de un modelo de negocio que no acaba de encontrar su sitio en La Red. En el espacio digital, la información, plasma que transporta la credibilidad y la capacidad de influir en las audiencias, convive promiscuamente con la opinión, un maridaje posible pero estéril.

Los primeros en apercibirse de la debilidad prescriptora de algunos medios han sido sus principales consumidores: los políticos, quienes no deben ser vistos como una clase o un clan del que podamos permanecer ajenos, como si de la comunidad de vecinos se tratara, sino nuestros legítimos representantes. Es decir, si los políticos practican determinadas políticas es porque sus instintos beben en las mismas fuentes del deseo que el común de los mortales, que sus propios votantes.

Los partidos políticos han descubierto la gran capacidad que tienen para establecer la agenda informativa. Eligen el día, la hora, el lugar, el ambiente, los invitados y, por supuesto, el mensaje. No contentos con ello, algunos pretenden seleccionar también la reacción a sus mensajes, para lo cual necesitan limitar el derecho a preguntar, a indagar en otras perspectivas. Acaban de inventar la rueda de prensa sin rueda, un paso previo a la rueda de prensa sin prensa.

Los periodistas, sus editores y sus empresas no deberían permitir tales prácticas. El periodismo es un oficio con una responsabilidad social añadida. Lucas Grijander era ingenioso y divertido, pero ¿se imagina el lector una redacción formada exclusivamente por clones de Grijander, folloneros, provocadores y demás reporteros del absurdo? Algunos políticos, sí. Y ahí radica el peligro.

Artículo publicado en septiembre de 2009 en la revista de la Asociación para el Progreso de la Dirección (APD)

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