21Mar
2020
Escrito a las 12:59 pm

El confinamiento nos ha devuelto a un mundo que, de entrada, nos acoge con extrañeza. ¿Quién es ese ser social que vuelve a nosotros después de explorar los mapas de otras geografías, después de cultivar sin descanso relaciones de mayor o menor intensidad emocional, después de buscar los espacios libres de malos humos y humores más allá los confines de nuestra cotidianidad, después de huir de diálogos sin más interlocutor que uno mismo?

Ese ser que retorna al redil de la autoconsciencia es una persona acostumbrada a mirar más que a ver, un alma que sólo se activa cuando se roza con otras; es una personalidad que necesita proyectarse para alimentar su autoestima (¡qué gran contradicción in terminis!); es un personaje que encuentra su satisfacción en la dramatización de sus responsabilidades, tareas y opiniones.

Ese ser humano que regresa es un baúl sobrecargado de recuerdos compartidos, experiencias, aprendizajes y descubrimientos. Es un barco al pairo de las tendencias que había olvidado que su capitán también necesita de vez en cuando navegar en un mar de dudas, para que las olas de la incertidumbre le devuelvan a la única realidad que permanece: la impermanencia. En silencio, sin más voz que la que emiten principios hasta ahora sedados por una existencia acelerada.

El personaje llama de nuevo a la puerta de la persona. Vestido durante tanto tiempo con los ropajes de la función, la actriz o el actor que nos caracteriza necesita dejar de interpretarse, quiere desprenderse de los papeles que le ha correspondido encarnar y se enfrenta al director de su obra: ¿Quién soy cuando mi alma camina desnuda?

A la extrañeza inicial sigue un silencio atronador en su capacidad de revelación. Toda una novedad: el ruido no devuelve ruido, sino calma. El interlocutor tarda en responder porque primero quiere reconocer al individuo que ha vuelto a la casa de sí mismo. Las cicatrices que ha dejado la vida no son suficientes para observar los interiores de la psique. Es imprescindible ahondar en las experiencias, agitar las dudas, cuestionar los certezas, desvestir las seguridades que a menudo disfrazan inseguridades, despiezar el relato que nos protege. Entonces y solo entonces se dispone a articular un diálogo sincero, abierto y descarnado.

Tras la sorpresa y la evaluación serena, arranca una conversación que augura nuevos hallazgos. La escucha se agudiza hasta el punto de que comenzamos a ver cosas que teníamos delante de nuestras narices y permanecían invisibles, a oír sonidos que, combinados con las voces de nuestra conciencia, componen la auténtica melodía de nuestra vida. La vista se transforma en visión, de tal suerte que los recuerdos se ponen al servicio de los sueños. No podemos vivir de lo que fuimos, sino de que los somos y lo que queremos ser, nos decimos.

Las razones y las emociones, combinadas, dejan de ser sentencias para convertirse en meros argumentos. El diálogo fluye por los caminos de la esperanza, aquellos en los que la brújula de los valores nos guía hacia lo mejor de nosotros mismos. Interrogante tras interrogante, respuesta tras respuesta, la sinceridad se abre paso. No nos engañemos más, no huyamos más de nuestros miedos, que son consustanciales a la existencia, no dejemos que las modas y las percepciones reconstruyan cada día nuestra apariencia, no seamos rehenes de las muchedumbres, no permitamos que el deseo de desplazarnos supere a la curiosidad de conocer, no olvidemos que pararse a pensar también es una forma de moverse.

Y, finalmente, llega la última pregunta de este viaje hacia nuestro mundo interior: ¿Qué me mueve realmente?

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