Los atentados perpetrados por radicales islámicos en París en la noche del viernes 13 de noviembre evidencian de nuevo la vulnerabilidad de cualquier rincón del mundo a la acción salvaje del terrorismo. Si lo pensamos bien, la vulnerabilidad no es de los países, ni de las sociedades, ni de los sistemas, sino de las personas que los habitan. Esta diferenciación lingüística es útil para gestionar las emociones que producen las muertes de inocentes a manos de jóvenes obnubilados por una fe que lo único que les proporciona es la promesa de una desesperanza digna.

Las muertes de París, como de las de Madrid en marzo de 2004 o las de Nueva York en septiembre de 2001, tienen que servir para fortalecer el sistema democrático, cuya base es la convivencia pacífica de los que pensando diferente comparten unos determinados valores cívicos. Es inevitable que la rabia provocada por la matanza cargue las expresiones de condena con adjetivos de grueso calibre, pero, tras el imprescindible duelo, los gobiernos deben concentrarse en apelar a aquellos sentimientos que hacen más robusto al sistema democrático ante la amenaza del totalitarismo que representa toda forma de terrorismo.

Todos los poderes ejecutivos se ven impelidos a actuar con firmeza para que las personas recuperen la sensación de seguridad, dictando para ello medidas de carácter excepcional que llenan las calles de policías y militares. El poder democráticamente constituido exhibe su fuerza al sentirse amenazado. Sin embargo, en ocasiones tal paisaje militarizado es percibido por los terroristas como una medida de su éxito; no en vano han logrado alterar gravemente la cotidianidad de unas sociedades a las que no odian por su religión (eso es solo una excusa del más allá), sino por su nivel de vida.

En este contexto, la sobreactuación no sirve al propósito de reafirmar los valores de las sociedades que se desempeñan en el territorio de la paz. Los gobiernos deben vencer la tentación de reforzar la falsa sensación de invulnerabilidad de las personas en su ámbito territorial. Lo cual no significa que no actúen con firmeza, contundencia, método y eficacia para evitar nuevas agresiones y someter al dictado de la justicia a todos aquellos que matan, hieren o simplemente alteran la convivencia. Las medidas adoptadas por la administración de George Bush tras los atentados del 11 de septiembre recortaron las libertades en pro de la seguridad. Más allá de la sensación de victoria que tal recorte pudo proporcionar a los autores intelectuales de los ataques terroristas, la actuación del gobierno federal de los Estados Unidos, con el consiguiente efecto espejo para otros muchos ejecutivos, hizo crecer la sensación de inseguridad entre sus propios ciudadanos libres.

Aunque parezca una contradicción, el reconocimiento de la vulnerabilidad de las personas es imprescindible para fortalecer las bases emocionales que sustentan al sistema democrático. La vida de cualquier persona está en riesgo las 24 horas del día, basta con sentarse al volante de un vehículo para incrementar exponencialmente las probabilidades de sufrir una muerte accidental o prematura. Lo que no está en riesgo es la fortaleza de un modelo de convivencia que incorpora las conquistas sociales de varios miles de años, entre las que se sitúa por encima de todas el respeto a la vida.

La vulnerabilidad como individuos nos hace más fuertes como sociedades porque nos enseña que nuestra vida depende de cómo la respeten los demás, cómo la protejan los valores del sistema, cómo se administre la justicia, cómo se eduque para la convivencia y cómo se gestionen las creencias, entre ellas las que tienen que ver con la libertad.

Al recordar a las víctimas de París yo me declaro vulnerable y quiero compartir tal sentimiento en forma de duelo y solidaridad con las familias de las víctimas.

 

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