«Ahora sólo somos aldeanos del instante -tan satisfechos como cuando éramos provincianos, pero mucho más ignorantes que entonces». Así culmina Manuel Cruz, catedrático de Filosofía Contemporánea de la Universidad de Barcelona el artículo publicado en La Cuarta Página de El País, cuyas ideas merecen ser amalgamadas con las expresadas por Vicente Verdú un día antes bajo el título «Sociedad de bajo coste» acerca del deterioro de la calidad de nuestra sociedad.
De la lectura de ambos artículos puede llegar a inferirse que somos peores que nuestros padres y mejores que nuestros hijos. ¿Y realmente lo somos?
Yo no creo que todo tiempo pasado haya sido mejor, sino al contrario, me dejo llevar por el optimismo en el sentido de que el progreso económico incluye necesariamente la maduración social en términos de libertad, igualdad y justicia. Desgraciamente, no siempre es así.
Sin embargo, las excepciones a la regla no deben inducirnos a pensar que nuestros padres eran mejores y nuestros hijos serán peores. Es más, descontado el efecto de la vanidad sobre la percepción que tenemos de nosotros mismos, seguro que somos capaces de encontrar aspectos en los que nuestros progenitores nos desbordan, otros en los que nuestra generación ha avanzado y aquellas habilidades que reconocemos ya en nuestros hijos. Pensemos, por ejemplo, en la capacidad de sacrificio y esfuerzo de nuestros padres, en nuestra visión más global del mundo o en la mayor facilidad de relación de nuestros descendientes.
Sin embargo, creo que nuestros hijos serán realmente mejores si aprenden a gestionar el tiempo vital y logran desprenderse de una dosis de egoísmo. El primer aprendizaje emana de la consciencia; el segundo, de la conciencia. El primero es un ejercicio individual; el segundo, colectivo.
Manuel Cruz sostiene que el acortamiento de nuestro radio de acción vital no se localiza en la estrechez de la mirada, sino en la aceleración del tiempo. Y pone un ejemplo claro: nos importan mucho más las noticias que su análisis, cuando realmente nos afectan mucho más las consecuencias de los hechos que éstos en sí mismos, sobremanera cuando nosotros no somos sujetos directos. La pasión por la inmediatez nos empuja a vivir en un rabioso presente, nos invita a minusvalorar la vida que se vive en forma de recuerdos y, desde luego, consolida la dictadura del carpe diem sobre un futuro al que no merece la pena asomarse.
Llevada a su límite, la gestión de la vida exclusivamente en tiempo presente representaría el final de los sueños. Quien sueña despierto logra reconstruir episodios de su pasado y erige hipótesis de futuro. Soñar en el instante no sería soñar, sino dejarse llevar por vivencias cotidianas contadas desde la tercera persona del singular.
Confío en nuestros hijos acumulen fuerza suficiente para romper con la prisa y sean ambiciosos en sus sueños.
La utopía debe regresar a nuestras vidas, pero sobre todo a las suyas. Quienes nos siguen tienen una nueva oportunidad para intentar cambiar el mundo, no sólo su mundo. Ello requiere la generosidad del compromiso. Tal y como denuncia Zygmunt Bauman, una “sociedad líquida” está condenada a diluirse en su propio desagüe. Nuestros hijos, quienes al menos durante un tiempo van a vivir en un entorno más apretado desde el punto de vista de los recursos disponibles, tienen la oportunidad y la responsabilidad de reponer los valores en su escala, empezando por arrinconar a la avaricia y a la codicia.
Ellos, ciudadanos del mundo, están a tiempo de romper con la dictadura del instante e incluso de enseñar a sus padres, aldeanos del presente, a conjugar en plural los recuerdos y a soñar de nuevo con una sociedad más justa y solidaria en la que el low cost no alcance a las personas.
En cualquier caso, nuestra obligación es preguntarnos cómo podemos aprender de nuestros padres y enseñar a nuestros hijos.
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2 comentarios
Al hilo de tu excelente reflexión he recordado unas palabras que nos dedicó Iñaki Gabilondo a la primera promoción de Comunicación Audiovisual de la UPV en Gandía: “la gente se está acostumbrando a que las noticias lleguen al instante, simplificadas hasta desnaturalizarse y con un lacito. Y la realidad no es así”. Era 2001 y desde entonces esa advertencia no ha dejado de cobrar sentido. Como sociedad nos hemos acostumbrado a vivir, no al día, sino al minuto. No hay tiempo para la reflexión y el análisis, no hay tiempo para mirar atrás o adelante, no hay tiempo para el tiempo.
De alguna forma, la inmediatez no nos deja ver el bosque y ese cortoplacismo está teniendo graves consecuencias en campos clave como la política.
La sociedad sigue necesitando espacios de reflexión y análisis en los que poder confiar y eso pasa por profesionales de la comunicación que sepan ver más allá del instante sobre el que caminan.
Un saludo José Manuel,
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