Habitualmente las elecciones se saldan en España con análisis complacientes por parte de todos los partidos. Ya lo decía John Fitzgerald Kennedy: “La victoria tiene un centenar de padres, pero la derrota es huérfana”. Sin embargo, en las elecciones al Parlamento Europeo celebradas el pasado día 7 de junio hemos perdido todos, incluidas las formaciones políticas que presumen de haber reunido más votos que el adversario.
Una participación del 46% del censo electoral debería producir sonrojo en políticos y ciudadanos. De poco sirve que haya sido un 0,86% superior a la convocatoria de 2004 o que España haya mejorado en 2,91 puntos la ridícula media de los 27 estados miembros de la Unión Europea. Más de la mitad de los 375 millones de ciudadanos con derecho a voto decidieron mirar para otro lado mientras se elegía a 751 diputados, quienes, paradójicamente, serán responsables del 75% de las nuevas leyes que regirán su vida en comunidad.
Es el fenómeno de la desafección. El término puede traducirse como falta de adhesión, afecto u oposición.
Pensemos que una mayoría de ciudadanos permanece fiel al sistema; si no fuese así, el Estado correría un grave riesgo de corrosión democrática justo cuando necesita una dosis extra de autoridad para corregir el rumbo de la economía. La tesis de la oposición queda, pues, descartada.
Si es cuestión de afecto, los políticos europeos no se han ganado precisamente el cariño de sus electores. No es verdad que sus ocupaciones disten de las preocupaciones reales de los ciudadanos ni que la política sea un ejercicio de estéril debate. Cuando suben o bajan los impuestos, se adjudica un tramo de autopista, se censuran las listas de espera en la Seguridad Social o pierdes puntos como consecuencia de una infracción de tráfico, el Estado actúa a través del Gobierno. La orientación de tales actos dependerá del respaldo que haya obtenido en las urnas y de su capacidad para transformar sus ideas en leyes a través de Las Cortes.
El Estado somos todos. Y todos podemos gobernar con nuestro voto y nuestras opiniones. Es probable que los políticos no requieran el afecto de los electores, pero sí necesitan de su adhesión. Franco recomendaba a los españoles que se alejasen de la política. Tras el entusiasmo participativo que provocó la Transición, los españoles han vuelto al sofá del desapego por la ideología y la política en un sentido amplio. Tanto es así que no hay hijo de vecino que desee presidir su comunidad.
Los políticos –que no son una clase, sino una selección más o menos atinada de sus conciudadanos– tienen la responsabilidad de volver a interesar a los electores, les voten o no. Los ciudadanos, en tanto que sujetos principales de la política, han de regresar a ella para ennoblecerla, expulsar a aquéllos que la entienden como un atajo en la ruta hacia el bienestar, estimular el debate ideológico a partir del diálogo entre distintas formas de entender el mundo y participar activamente en la construcción del Estado.
Políticos y ciudadanos, hijos de una misma madre democrática, deben sentirse aludidos. La desafección sólo conduce al vencimiento de un sistema que, desde sus orígenes en la Grecia de la polis, se sustenta en la participación ciudadana.
Y no hay peor derrota que aquélla que no se percibe. “Ni siquiera un dios puede cambiar en derrota la victoria de quien se ha vencido a sí mismo”, sostenía Buda cuatro siglos antes del nacimiento de Cristo.
Artículo publicado en 2009 en la revista de la Asociación para el Progreso de la Dirección (APD)
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