Cuando era un niño soñaba con recorrer el mundo. Recuerdo un libro titulado “Las siete maravillas del mundo antiguo” que hizo volar mi imaginación a lo largo y ancho de un planeta que se percibía inabarcable. El mundo estaba formado entonces por 130 países, algunos de los cuales se reunían en torno a una idea tremendamente atractiva para un ciudadano español: Europa. Unos decenios más tarde, no muchos en comparación con la historia política de la Tierra, el mundo se divide en más de 200 territorios que han alcanzado la consideración de Estados (193 son miembros de Naciones Unidas), mientras que otros 60 están llamando a las puertas de la independencia con el fin de alcanzar tal estatus.
El mundo, en general, se ha hecho más pequeño, más abarcable, más dividido, aunque no mejor repartido que cuando ojeaba las páginas de aquel libro cargado de ensoñaciones. En el sentido geográfico, el espacio que comparte la Humanidad tiene más fronteras, aunque en todos los demás sentidos las distancias y los tiempos se han acortado. Internet, por ejemplo, permite a cualquier empresa, independientemente de su tamaño, comprar y vender en cualquier parte del mundo, siempre y cuando las fronteras burocráticas no se lo impidan. La tecnología ha roto la mayor parte de los muros que el ser humano se resiste a derribar.
¿Qué explicación hay para tal paradoja: un mundo que se empeña en trazar nuevas lindes al mismo tiempo que la tecnología las desdibuja?
La primera explicación es el componente tribal del ser humano. No existe una tribu global, sino muchas tribus que comparten un espacio que en muchos sentidos se ha convertido en global. La globalización ha sembrado miedos en todos aquellos grupos que se sienten menos preparados para competir en ese escenario. El mundo sigue siendo para ellos un espacio demasiado grande para ser abarcado. Necesitan la seguridad de unas fronteras conocidas y gestionables para su mentalidad.
Miguel Otero Iglesias, investigador principal del Real Instituto Elcano, habla de la “rebelión contra la globalización“, que relaciona con cinco causas: el crecimiento de la desigualdad, especialmente en los países desarrollados; el avance de la xenofobia; los miedos inducidos por el cambio tecnológico, en particular la pérdida de empleos por la robotización de los procesos industriales; el proteccionismo provocado por las dudas acerca de la sostenibilidad del estado del bienestar; y la crisis de la democracia representativa. Todo un mundo de inquietudes, incertidumbres y temores, cuya expresión más dramática es la globalización del terrorismo.
La segunda explicación es que la propia competitividad exigida por la globalización impulsa la búsqueda de rasgos diferenciales. Un territorio necesita una marca para competir con otros, incluso dentro de su propio país. Estas marcas-territorio se construyen mediante emociones más que razones. La palanca clave es el orgullo de pertenencia, que se rodea de un contorno geográfico y, sobre todo, cultural.
Y la tercera es que los miedos tribales están siendo utilizados por los nacional-populismos. Tales movimientos están positivando el discurso del miedo, cuyo eje es la defensa de los puestos de trabajo para los nacionales, para los que son y piensan “como nosotros”. Cuando la tribu está inquieta mira a su jefe y, por encima de todo, quiere encontrar en él seguridad. Confianza en que se atreverá a enfrentarse al enemigo con la fiereza de quien defiende a los más cercanos, a los que piensan como él. Certeza de que no dudará al aplicar los valores de siempre, esa moral a medida que a menudo empieza y acaba por uno mismo.
La crisis de la idea y del proyecto de la Unión Europea, la pérdida de influencia de la ONU, el cuestionamiento de las instituciones multilaterales, la debilidad presupuestaria de la OTAN o la falta de acuerdo para resolver el drama sirio son ejemplos que ponen en evidencian la escasez de visiones colectivas capaces de aunar a los que se sienten diferentes.
Un mundo política y moralmente más fragmentado necesita como contrapeso iniciativas supranacionales y mucho diálogo. Allí donde hay un conflicto falta una conversación. Y hoy el conflicto es más la regla que la excepción. Los grandes desafíos a los que se enfrenta el Planeta no pueden ser abordados con soluciones locales, requieren miradas integradoras cargadas de generosidad.
La Global Alliance for Public Relations and Communication Management expresa este espíritu integrador en el ámbito de su industria. Es una contribución humilde, pero tremendamente ambiciosa para crear espacios de diálogo. La comunicación es la herramienta más importante para superar las fronteras, gestionar las diferencias e impulsar el espíritu de cooperación. Nuestra tribu profesional, la de los comunicadores, no debe dedicarse a construir muros, sino a saltarlos. La Global Alliance es una de nuestras pértigas.
Artículo publicado en la web de la Global Alliance.
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2 comentarios
Como siempre certero e inspirador
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