Dice la canción de Víctor Manuel que “desde El Pirulí se ve un país confundido y feliz de perfil que anda descubriendo como es aunque sepa muy bien lo que no quiere ser”. Realmente lo decía hace 35 años, cuando la televisión apenas se asomaba al abismo de la micro-realidad aumentada. Ha pasado tan poco tiempo para unas cosas y tanto para otras que ni siquiera Torrespaña es ya propiedad de Radio Televisión Española (RTVE), sino de una empresa de infraestructuras transportista de señales llamada Cellnex Telecom.
Si mirásemos a España desde los 232 metros de El Pirulí veríamos casi lo contrario que describe la canción. Veríamos un país que no es feliz y ni siquiera está confundido, sino enredado, que no anda descubriendo como es y que -he aquí el mayor drama- no sabe muy bien lo que quiere y lo que no quiere ser. Porque desde las televisiones se ve a los españoles chiquititos, paticortos de entendederas, bizcos en sus miradas de corto alcance, mezquinos en su comportamiento con los otros, huraños en sus relaciones, abrumados por la inmensidad de la globalización, lenguaraces en opiniones y casi sordos en sus escuchas.
En las televisiones habita un país pequeño, que se mira a los pies cuando camina, incapaz de fijar la vista en el horizonte, allí donde los individualismos se difuminan en los gruesos trazos de las ilusiones colectivas. En las pantallas viven más personajes que personas, caracteres de piel dura y corazón prêt-à-porter, destellos de caracteres hueros que dejan la misma huella que una piedra al ser arrojada a un estaque. Entre onda y onda se adivinan algunas pasiones, pero pronto se desvanecen cuando aterriza un nuevo guijarro sobre la superficie de la tele-realidad. Porque la continuidad viene garantizada por las ondas, no por las motivaciones de quien arroja las piedras.
Para ver a España hay que elevar la mirada, dejar que el alma ascienda hasta una altura suficiente para perder de vista las miserias que se aferran al suelo patrio. Cuando los individualismos se alienan en la uniformidad se atisba un país grande, generoso en su naturaleza y rico en su paisanaje, un conjunto de tierras y personas que no están separadas por fronteras, esas líneas imaginarias que dividen más que suman y que a menudo se convierten en refugios de los más atávicos miedos.
Desde allí arriba se divisa el curso de los ríos, la robustez de las montañas que jalonan una geografía que desciende sobre los casi 6.000 kilómetros de costa, donde la tierra y el mar viven el beso eterno bajo la bendición del sol que tanto ilumina nuestra economía. Desde el cielo los 46 millones de españoles parecen uno solo porque ninguno es más que otro, ninguno eleva su cabeza sobre los demás, ninguno es capaz de levantar del suelo su egoísmo.
Mirando hacia el norte, desde allí arriba se ve a la generación más preparada de la historia de este país. Jóvenes que pueden haberse formado en las 83 universidades españolas, que no sé si son muchas o pocas, pero son siempre un repositorio de conocimiento y una palanca de transformación. Jóvenes y no tan jóvenes, como ‘la güela de Asturias’, Carmen Velasco, quien a los 83 años culminó su tercera carrera universitaria, demostrando una vez más que la edad es una mera circunstancia vital. Jóvenes que están dispuestos a abandonar físicamente su tierra natal para explorar un mundo globalizado, competitivo, exigente y plagado de oportunidades.
Mirando hacia el este, desde allí arriba se ve una sociedad abierta, tolerante, moderna y ecléctica. Una sociedad que sigue mirando hacia Europa, aunque Europa no mire a sus conciudadanos con la misma ilusión que alumbró su creación en 1957 en forma de comunidad económica. Una sociedad que en su conjunto abraza la democracia y los valores de La Ilustración. Una sociedad formada por personas responsables que no distingue entre mujeres y hombres, ni discrimina por la elección sexual, porque la población no tiene género cuando actúa como un todo.
Mirando hacia el sur, desde allí arriba se ve un país divertido y vitalista. Un país que acogió en 2017 a más de 82 millones de turistas, casi 80 más que en 1975. Un país con uno de los mayores patrimonios culturales e históricos del mundo, hogar de una pléyade de escritores, artistas, arquitectos, ingenieros, servidores públicos, médicos, educadores y pensadores de toda índole que siguen protagonizando historias de éxito. Un país que exporta el segundo idioma más hablado del planeta, con 572 millones de hablantes, el 7,8% de la población mundial, y que muestra, además, tasas de avance muy vigorosas, fruto del crecimiento en Latinoamérica y Estados Unidos. Un país en el que hace tiempo que la siesta, la saludable siesta, forma parte del mito y que ha logrado situarse como una referencia gastronómica imprescindible para los más exquisitos paladares y también para los prescriptores de la dieta mediterránea como fuente de salud. Un reino de sabores que ha entronizado al jamón.
Mirando hacia el oeste, desde allí arriba se ve a una legión de nuevos conquistadores. Realmente no quieren conquistar ni evangelizar los lugares a los que se dirigen, sino integrarse en ellos, aprehender las nuevas costumbres para enriquecer su patrimonio cultural y vital. El tejido empresarial español tiene invertidos más de 600.000 millones de euros fuera del territorio nacional, con los que ha adquirido trocitos de capital fundamentalmente en Latinoamérica y los países de la Unión Europea. Una legión de empresas y profesionales que han perdido el miedo a los idiomas, capaces de rebasar su zona de confort y de asumir mayores dosis de riesgo. Entre ellos, una legión de ingenieros que han construido y construyen algunas de las infraestructuras más complejas de la Tierra, como el segundo juego de esclusas del Canal del Panamá, el túnel de San Gotardo en Los Alpes (el más largo y profundo) y el tren de alta velocidad de Medina a La Meca.
Construimos fuera porque España, vista desde allí arriba, es un país hecho en el que queda mucho por hacer. Hecho porque dispone ya de las infraestructuras físicas e intelectuales adecuadas para avanzar por la senda del progreso. Y por hacer porque para lograrlo debe dejar de buscar hilos en las costuras y vestir con orgullo el traje de la modernidad.
Desde allí arriba se ve un país en el que merece la pena vivir y ser vivido. Basta con ser noble en la mirada y generoso en el juicio.
José Manuel Velasco
Prólogo del libro «España desde el aire», de Nardo Villaboy.
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